viernes, 4 de febrero de 2005

A la retaguardia

A la Zaga
Eric Hobsbawm

trad. Gonzalo Pontón

Crítica

Barcelona, 1999

56 págs.

por Daniel Link En los últimos diez años, la vanguardia estética viene siendo impugnada tanto desde la derecha (Daniel Bell, Juan José Sebreli, Francis Fukuyama) como desde la izquierda (Russell Berman, Eric Hobsbawm). Se la acusa de destruir el lazo social (Fukuyama en La gran ruptura) o de haber puesto en crisis al capitalismo (Bell en Las contradicciones culturales del capitalismo), o de haber atentado con eficacia contra la Modernidad (Sebreli en Las aventuras de la vanguardia). Esas apreciaciones excesivas se fundan en las mismas declaraciones programáticas de la vanguardia, que obsesivamente proclamó la necesidad de atentar contra el capitalismo, destruir el lazo social y acabar con la Modernidad.
Estas
pretensiones un poco ilusorias de las vanguardias (su tratamiento en singular es ya un poco sospechoso) formaron siempre parte de su encanto. Un arte que proclama como su fundamento que hay que transformar el mundo es, en principio, un arte más simpático que el que pretende conservarlo tal cual es. Las alarmas de la derecha, en todo caso, parten del convencimiento (nunca demostrado) de que las vanguardias triunfaron en la imposición de sus objetivos al conjunto de la sociedad.
La izquierda, más razonable (más módicamente), censura a las vanguardias porque acabaron con la autonomía del arte (Adorno en su Teoría estética), porque perdieron toda su fuerza contestataria al ingresar en el museo (Edoardo Sanguinetti, inspirado por Baudelaire y Benjamin, en Para una vanguardia revolucionaria) o porque claudicaron ante la hegemonía de los medios masivos de comunicación, cuya lógica provendría de las vanguardias (Russell Berman en
Modern Culture and Critical Theory) o, como viene a decir ahora Eric Hobsbawm, porque la fascinación vanguardista por la técnica (y su relación inmediata con estados de la tecnología) volvió obsoletos todos sus proyectos. En todo caso, las apreciaciones de la izquierda derivan de la certeza de que las vanguardias fracasaron históricamente en el cumplimiento de sus objetivos.
No es extraña semejante divergencia de opiniones: también en lo que se refiere a la evaluación del arte de vanguardia, la izquierda y la derecha son irreconciliables.
El librito de Hobsbawm A la Zaga. Decadencia y Fracaso de las Vanguardias del Siglo XX es en rigor un artículo transformado en libro por obra y gracia de Gonzalo Pontón para editorial Crítica, que él dirige. Muchas ilustraciones -medianamente reproducidas- van puntuando el razonamiento de Eric Hobsbawm, quien se limita, retroactivamente, a deducir del fracaso histórico de las vanguardias (Hobsbawm adscribe al pensamiento de izquierda) el carácter inevitable de ese fracaso desde el comienzo.
El problema, en las críticas de la izquierda (ni siquiera vale la pena seguir el razonamiento errático y malintencionado de las críticas de la derecha), es la confusión entre arte experimental y arte de vanguardia. Ese deslizamiento (a veces inocente, a veces no) de una "cosa" a otra, parece obligar, en la contradicción entre clasicismo y experimentalismo, a una toma de partido por el clasicismo y sus valores, comprensibles para el conjunto de la sociedad.
El arte de vanguardia es una forma histórica del arte experimental. El fracaso histórico de las vanguardias (la disolución de sus objetivos y modos de operar en el museo o el mercado) en modo alguno impugna el arte experimental. Muy por el contrario, es en esos fracasos históricos donde el arte encuentra las razones para seguir adelante, una y otra vez, en su afán de transformar el mundo.
El otro problema grave que ponen en escena las páginas de Hobsbawm es el de la relación entre arte y democracia. Porque la discusión política sobre el arte experimental pasa hoy (como siempre) por su carácter acotado a un público mínimo (lo que algunos llaman elitismo). Si es cierto que cualquier persona culta está dispuesta a defender los valores políticos de la democracia, menos indiscutible es que se deban aplicar los mismos parámetros a la producción estética. Ninguna persona de bien podría negar, de buena fe, que la ciudad -ese artefacto- debe ser para todos. Que el arte deba ser para todos es una afirmación ya más problemática y el "aristocratismo" consecuente con su negación requiere de un esfuerzo de pensamiento adicional para que nadie (ni desde la izquierda ni desde la derecha) pueda alucinar que proviene de algún pacto con la ideología que pretende conservar el mundo tal cual fue. Ése es hoy el desafío, tanto para el arte experimental como para quienes gustan de pensar en él.

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